Las desigualdades de género en el trabajo dentro de las fincas agrarias familiares

Fátima Cruz-Souza (*)

En este artículo se analiza la construcción y perpetuación de las discriminaciones de género en el medio rural, y más específicamente en las unidades agrarias. Veremos que las desigualdades de género no son privilegio del medio rural, ni son más fuertes en este contexto, pues están presentes en igual medida en las ciudades. Sin embargo, hay que tener en cuenta las especificidades de los contextos rurales y de las fincas  agrarias, y cómo éstas conforman los escenarios de las relaciones y de los mandatos de género, tanto en las esferas pública y productiva, como en el espacio personal y doméstico, pues las relaciones de género no siguen pautas idénticas de discriminación y subordinación en contextos diferentes.

El mecanismo de la invisibilidad

En la construcción de las desigualdades en las relaciones de género, quizás el mecanismo más poderoso y más sutil sea la invisibilización. Cuando conseguimos percibir las desigualdades es mucho más fácil cambiarlas o al menos rebelarse contra ellas, y tanto los hombres como las mujeres, la gran mayoría, tenemos la voluntad de no discriminar socialmente a las mujeres y de reducir las injusticias de género. Pero el arraigo milenario del patriarcado, con una socialización diferenciada y jerarquizada de niños y niñas y de hombres y mujeres, hace que las relaciones de dominación/subordinación entre hombres y mujeres formen parte de lo que se percibe como la “normalidad” de la vida cotidiana, con sus diferentes manifestaciones en todas las culturas. La naturalización de las prácticas sociales de subordinación de las mujeres hace que su arraigo sea más profundo, y aumenta su complejidad por las múltiples dimensiones materiales y subjetivas que están estrechamente imbricadas.

La división sexual del trabajo, como parte de las estructuras de género, consiste en la asignación de tareas y de espacios-tiempos diferenciados a hombres y a mujeres. Los hombres son, históricamente, responsables por el ámbito productivo, por el espacio público y el eje central sobre el que se construye su vida y su identidad es el ‘trabajo’, entendido como trabajo económicamente retribuido. Las mujeres, sin embargo, tienen asignado el ámbito reproductivo, el espacio doméstico, y sus vidas y sus identidades están construidas sobre la centralidad de la familia, especialmente de la maternidad y de su función social como cuidadoras. Como señala Marcela Lagarde, las mujeres son socializadas como «seres-para-otros», mientras los hombres como «seres-para-sí».

Aunque las condiciones de vida de muchas mujeres, indudablemente, hayan cambiado en las últimas décadas en la mayor parte de los países, principalmente entre los considerados ‘desarrollados’, el ejercicio de dominio sobre las mujeres es una realidad constante, y se observa que los mecanismos son cada vez más sutiles. Así, se constata cómo las relaciones de género siguen siendo discriminatorias incluso en las sociedades y condiciones formalmente más igualitarias.

La invisibilidad es una marca fundamental en la perpetuación de las desigualdades de género, no sólo por la dificultad que entraña el hacerlas perceptibles y reconocibles para hombres y mujeres, sino también porque la propia invisibilización es un mecanismo poliédrico, con muchas caras, de reproducción de la subordinación femenina.

Por ejemplo, el acceso tardío de las mujeres al mundo laboral asalariado, la discriminación salarial y la falta de reconocimiento social y económico a su trabajo, se refleja en la invisibilización de su aportación productiva a la sociedad e, incluso, en las familias, donde la renta de las mujeres tiene una consideración secundaria y complementaria, mientras los hombres aportan la renta considerada ‘principal’. Al considerarse la actividad profesional de las mujeres como secundaria y la renta complementaria en relación a las de los varones, las mujeres asumen que su tiempo tiene que ser elástico y permitirles realizar todas las tareas, tanto laborales como domésticas, sintiéndose incluso culpables, por su incapacidad para ‘poder con todo’. La sociedad, y también las mujeres, todavía tienen muy interiorizado que las actividades profesionales de los hombres están por encima de las responsabilidades domésticas.

La consideración profundamente arraigada del trabajo doméstico como ‘no-trabajo’ también se apoya en la invisibilidad de las labores domésticas y de cuidados, que se hacen más perceptibles cuando dejan de ser realizadas. Para ser más gráfica, precisamente el polvo que se ha quitado de los muebles es el que no se puede ver. Con la invisibilización del espacio doméstico como espacio privado y ‘protegido’, se invisibiliza también a las personas asignadas a él y a su trabajo, garantizando la obediencia a los mandatos y la subordinación a los ‘visibles’.

El contexto: la finca agrícola.

La modernización de la agricultura y su integración en el mercado internacional, ha llevado a una transformación radical en los modos de producción tradicionales. El modelo de producción dominante, en el marco de la mundialización neoliberal de la economía, ha impuesto una agricultura intensiva, con alta mecanización y el uso masivo de productos químicos, más ajustados a los modelos industriales y empresariales competitivos para una economía de mercado. En este proceso de transformación de la agricultura tradicional a industrial, se ha producido una apropiación masculina de la producción agraria, así como una revalorización de aquella parte del sector que se acerca más a los estándares de las grandes empresas agrarias, con mayores cotas de poder, reconocimiento social y económico.

Con la modernización de la agricultura y su mecanización, los hombres asumen el protagonismo como trabajadores y empresarios agrarios, mientras las mujeres asumen una posición social subsidiaria como ‘mujeres de’ o ‘hijas de’. Mientras las mujeres se ocupan de lo doméstico, los hombres se ocuparán de la producción destinada al comercio, transformando la actividad productiva en dinero, en moneda corriente. La modernización de la agricultura, incluyendo la llamada ‘revolución verde’, ha marcado-como dice Rosario Sampredro- las pautas de disociación entre «el espacio de lo productivo (conectado con el mercado, y por tanto fuente de poder, prestigio, autonomía, de existencia social en fin) y el espacio reproductivo (espacio del trabajo no mercantil, gratuito, inmensurable al no ser intercambiado, sin existencia social)».

Por otro lado, en las explotaciones agrarias familiares el proceso de modernización se ve limitado o condicionado por las disponibilidades económicas. Así, en la mayoría de las explotaciones agrarias familiares se da una modernización ‘a medias’: hay incorporación de maquinaria agrícola y de tecnología, pero, en el esfuerzo de adecuación a la economía de mercado y de garantizar la supervivencia, no se puede prescindir de la mano de obra familiar. En este escenario, mientras los hombres se desarrollan como productores y pequeños empresarios agrarios, las mujeres tienden a asumir los roles tradicionales de género y con ello la exclusividad en las tareas del espacio reproductivo, pero sin abandonar realmente las tareas productivas, donde se quedan relegadas al calificativo de ‘ayuda familiar agraria’, sin protagonismo social, trabajando como mano de obra invisible.

En la llamada agricultura familiar, precisamente la organización de los procesos productivos en base a las relaciones familiares vuelve más difícil la separación entre las esferas productiva y doméstica, y los tiempos y espacios están más interconectados. La estructura familiar se diferencia de otras estructuras sociales, entre otros aspectos, por la vinculación entre relaciones económicas y afectivas, y por la jerarquización de las relaciones entre hombres y mujeres y entre adultos, jóvenes y niños/as, siendo el padre de familia la figura que, directa o indirectamente, ocupa el lugar central de poder en la toma de decisiones y en el control de los recursos.

Las mujeres que se ocupan de la ‘ayuda familiar’ en las explotaciones agro-ganaderas, ven cómo su actividad es asumida como una prolongación de las tareas domésticas, sin el reconocimiento como actividad laboral o productiva. Según el estudio realizado por Vera y Rivera (1999), el 70,6% de las mujeres que conviven en explotaciones agro-ganaderas trabajan o ayudan en las labores productivas. «Ni siquiera el que haya hijos conviviendo en el hogar, parece ser relevante respecto a no trabajar o no ayudar; diríase que, cuando hay un negocio familiar, las mujeres trabajan en él, sin distinción por subgrupos o segmentos de edad».  Con datos publicados en el Anuario sobre la Agricultura Familiar en España 2009, tenemos que en el año 2005 sólo el 21,21% de los titulares jefes de explotación son mujeres, mientras que el 70,38% de los cónyuges son mujeres:

Mano de obra femenina en las fincas agrarias (%. 2005)
Titulares jefas de explotación 21.21
Cónyuges 70,38
Otras familiares 25,48
Asalariadas fijas 16,01
A tiempo parcial 21,01
A tiempo completo 12,88

Fuente: Instituto de la Mujer (2007)

La doble jornada

El trabajo doméstico tiene una gran plasticidad e indefinición de tareas, además de una serie de ambigüedades que le hacen particularmente proclive a la invisibilidad y a la poca consideración social. Entre otras características, no tiene una jornada temporalmente delimitada, sino que se dilata indefinidamente durante todo el día y todos los días del año. Al no ser un trabajo remunerado, además de no proporcionar derechos laborales, tampoco hay una valoración cuantificable del cansancio, dedicación, esfuerzo y habilidades que conlleva. «El cotidiano de las mujeres rurales está marcado por una situación de trabajo permanente y continuada, con gran diversidad de tareas, que incluyen la creación de las condiciones de reproducción de la familia y, así, de la reproducción de la fuerza de trabajo necesaria a las actividades propiamente productivas» (Silva y Portella, 2006, p. 135).

Lo que actualmente se denomina como ‘doble jornada’ o ‘doble presencia’, es un esfuerzo de compatibilización que resulta en el desempeño yuxtapuesto de dos jornadas de trabajo, una de trabajo reproductivo, incluyendo las tareas domésticas y de cuidados de las personas dependientes, y otra de trabajo productivo, generando bienes y servicios destinados al mercado.

La doble jornada no es una característica específica del trabajo femenino agrario, también las mujeres asalariadas y empresarias soportan una doble jornada, ocupándose del trabajo doméstico y del trabajo profesional; sin embargo, el trabajo que realizan fuera del hogar tiene una remuneración económica y una delimitación y reconocimiento social distintos a lo doméstico. Mientras, en el caso de las mujeres agricultoras, el trabajo agrario se invisibiliza al ser considerado parte del trabajo doméstico y de la gratuidad de las labores realizadas en el marco de la familia y para la familia.

Las normas que rigen los procesos de producción en la agricultura familiar se establecen también como continuidad del espacio familiar, a partir de las relaciones afectivas y de lealtad entre los miembros de la pareja y de la familia, con un fuerte peso de los modos de hacer transmitidos por las generaciones anteriores. Los cambios e innovaciones introducidos en los modos de producción, en el funcionamiento del hogar y en los papeles sociales que asumen hombres y mujeres en la finca agraria, a menudo se encuentran con resistencias, pues son considerados como traiciones a esos compromisos velados de lealtad familiar.

¿Quién toma las decisiones?

Otra característica de las desigualdades de género en la agricultura familiar es el desequilibrio en la participación de hombres y mujeres en la toma de decisiones sobre la actividad productiva. La aportación de las mujeres a la producción al ser considerada como una ‘ayuda’, tiende a la falta de legitimidad para posicionarse en las negociaciones cotidianas y en las decisiones que respectan al ámbito productivo. Vera y Rivera indican que solo el 41% de las mujeres que trabajan o ayudan en las explotaciones familiares participan en la toma de decisiones referentes a la producción.

Según el estudio realizado en el 2006 por Silva y Portella, hay un consenso entre las mujeres sobre el hecho de que «los hombres, en los papeles de marido y padre, dominan el trabajo de las mujeres y de los hijos e hijas y concentran las decisiones sobre la producción; no habiendo una planificación colectiva de la producción que involucre a la familia, lo que incluiría las decisiones sobre siembra, cultivo, cosecha, comercialización y usufructo de la renta. El control del dinero por los hombres reduce y, en muchos casos impide, la autonomía de las mujeres».

El simbolismo y las estructuras de género inciden directamente en la toma de decisiones, en la temporalización y en la priorización de los gastos e inversiones que se realizan. Se establece, explícita o implícitamente, una determinada jerarquización en la toma de decisiones sobre gastos e inversiones en el contexto familiar, en la cual lo productivo prima sobre lo reproductivo y lo masculino sobre lo femenino. Por ejemplo, suele ser menos cuestionable la necesidad de invertir muchos miles de euros en la compra de una nueva cosechadora o de otra maquinaria agrícola, que 400 o 500 euros en un lavavajillas o para cambiar la lavadora. El razonamiento es muy sencillo: la maquinaria agrícola es ‘necesaria para el trabajo’, o ‘es para el beneficio de toda la familia’… ¿y el lavavajillas o la lavadora, no? ¿Pero en el trabajo de quién se piensa? ¿Quién marca los criterios de prioridad?

Incluso en el caso de que las mujeres asuman la condición de titulares de la explotación familiar, no siempre consiguen participar en igualdad de condiciones de las decisiones, pues la naturalización de los papeles de género hace que habitualmente los hombres de la casa tengan más protagonismo en el ámbito productivo, y muchas mujeres asuman –como dice García Bartolomé- «falsas titularidades».

Por supuesto, hay muchas ‘verdaderas’ titulares de explotaciones agrarias, pero, desde luego, muchas menos de las que desearían, y que desearíamos para el medio rural. Y las ‘verdaderas’ titulares además se enfrentan a la doble o triple jornada de trabajo, pues asumen los papeles de empresarias, de trabajadoras y no dejan de asumir las responsabilidades y demandas del ámbito doméstico y familiar, con mucha diferencia de sus compañeros varones.

En el espacio familiar

Aunque las estructuras y relaciones familiares vienen cambiando significativamente en las últimas décadas, la familia sigue siendo el lugar privilegiado de reproducción de los papeles tradicionales de género y de ejercicio de dominio masculino sobre las mujeres. Y la agricultura familiar se convierte precisamente en el espacio de producción dentro de las redes familiares de relaciones. No es casual que las relaciones intrafamiliares sean el lugar de expresión más brutal de la violencia de género y, a la vez, el espacio más difícil de incidir desde las políticas públicas de igualdad.

Los vínculos afectivos y familiares y las estrechas relaciones vecinales características de los entornos rurales, parecen favorecer la invisibilización de las desigualdades e, incluso, de la violencia de género. En los conflictos y divergencias intrafamiliares, al ser considerados como problemas de la esfera privada, referentes a la intimidad de la pareja o de la familia, se tiende a pensar que deberían ser resueltos dentro del núcleo familiar, generando un proceso de aislamiento y retroalimentación de los modos de relación, para bien y para mal.

La organización familiar no se caracteriza precisamente por ser un espacio democrático y de negociaciones que lleguen al consenso entre todos sus miembros. Las relaciones familiares se basan en una mayor vulnerabilidad de las mujeres y de los niños y niñas. Así, la agricultura familiar se caracteriza precisamente por la subordinación, la continuidad e interrelación entre los ámbitos productivo y reproductivo, entre el trabajo y la familia. «En la agricultura familiar, el trabajo de las mujeres se constituye en un ciclo continuo entre producción y reproducción, con implicaciones para la organización y para el uso del tiempo y del espacio y para la definición del valor del trabajo» explican Silva y Portella.

En el valor del trabajo reside precisamente la mayor desigualdad, no es sólo que hombres y mujeres desarrollen actividades distintas por asignación del trabajo a uno u otro sexo, sino que las actividades realizadas por las mujeres tienen un valor social y económico inferior al de los hombres, independientemente de sus características o de las habilidades que requieran.

El éxodo rural

La transformación de las relaciones de género hacia un reparto más equitativo de poder y del trabajo entre hombres y mujeres es un proceso lento, y no afecta a todas las mujeres por igual, ni igualmente a los diferentes contextos. La vía de la emigración ha constituido un atajo para cambiar la posición social de las mujeres en el medio rural, ampliar sus posibilidades de libertad y de introducir cambios en la vida cotidiana, accediendo a un cierto anonimato en las ciudades y, en gran medida, a menos presión social y familiar para el cumplimiento de los mandatos de género tradicionales. Así, el éxodo rural femenino y, sobre todo, el abandono de la actividad agraria, ha sido y sigue siendo una puerta hacia una mayor autonomía personal y profesional.

En una expresión muy acertada, Sarah Whatmore  afirma que las mujeres han «votado con los pies», al utilizar la huida del medio rural como estrategia de cambio. Sin embargo, esa no es una estrategia que beneficie ni al medio rural, ni a la agricultura familiar. Muy al contrario, observamos una creciente masculinización y envejecimiento del medio rural y, especialmente, de las explotaciones agrarias. La sostenibilidad del medio rural exige un cambio en las relaciones de género y que se creen espacios sociales acogedores para las mujeres, principalmente para las jóvenes, posibilitando su desarrollo personal y profesional en condiciones materiales y subjetivas más igualitarias.

(*) Fátima Cruz-Souza. Departamento de Psicología de la Universidad de Valladolid

PARA SABER MÁS:

Bauman, Z. (2003). Trabajo, consumismo y nuevos pobres. Barcelona: Editorial Gedisa.

Cruz, F. (2006). Género, Psicología y Desarrollo Rural: la construcción de nuevas identidades. Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.

García Bartolomé, J. M. (2005). “Las mujeres en la agricultura y en la sociedad rural”. En: Atlas de la España Rural. Madrid: Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación.

Harding, S. (1996). Ciencia y Feminismo. Madrid: Morata.

Lagarde, M. (1996), Género y Feminismo: Desarrollo humano y democracia. Madrid: Ed. Horas y horas.

Sampedro, R. (1996). Género y Ruralidad. Las mujeres ante el reto de la desagrarización. Madrid: Ministerio de Asuntos Sociales – Instituto de la Mujer.

Silva, C. y Portella, A. P. (2006). En: Scott y Cordeiro, Agricultura Familiar e Gênero: práticas, movimentos e políticas públicas. Recife (Brasil): Ed. Universitária UFPE.

Vera, A. y Rivera, J. (1999). Contribución invisible de las mujeres a la economía: el caso específico del mundo rural. Madrid, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales – Instituto de la Mujer.